Banana split y chocolate (cuento)

Ene 12, 2024

El golpe se estrelló violento y la sangre brotó dibujando un círculo pegajoso en su cara. El Mudito cayó de culo y rodó hacia el asfalto. El Alemán se la tenía jurada y no dudó: se le montó encima para rematarlo.

“¡No le hagas daño!”, exclamaron a dúo unas señoras con las permanentes rizadas recién hechas. Ya se habían juntado unos cuantos espectadores y ninguno sabía porque peleaban estos dos. Unos chicos que estaban comiendo una grande napolitana  transmitieron en vivo la pelea desde sus celulares. Un oficinista blandió su paraguas azul marino y le gritó al Alemán:

– ¡Pará! ¡Lo vas a matar!

El rostro del Mudito se crispó por el dolor. Pudo oler la rabia que le tenía su golpeador.

– ¡Auxilio! – aulló la protagonista de una comedia musical como si ella fuera la víctima– ¡Que alguien llame a una ambulancia! – pidió mientras hizo mutis entrando al teatro.

El bocinazo de un camión de basura que estaba por arrollarlos distrajo por un instante al Alemán, el Mudito aprovechó para liberarse y salió corriendo. Era mudo, pero no era tonto. Sabía que llevaba las de perder si se peleaba cara a cara con el otro. 

El Alemán era un poco retacón pero con el pecho bien trabajado, contaban por ahí que fue entrenado para pelear. El Mudito era ágil, pícaro, y había tenido una maestra rigurosa.

Escaparse del dolor. Hacerlo rápidamente y, en lo posible, no salir lastimado. Aprovechar todo golpe de suerte. Así aprendió. Una vida de maltratos le dejó estas y otras enseñanzas. Por eso, esa tarde en que la primavera se retrasaba, siguió corriendo por la avenida. Apresuró el paso moviéndose entre la gente y logró aventajar bastante a su enemigo que corría a unos metros apretando el paso y susurrando un juramento:

– Hoy no te me vas a escapar…

Al llegar a la esquina, el Mudito entró a un bar. Dio unas vueltas entre las mesas ocupadas por hombres con barbas hipster y mujeres tatuadas, y decidió que ese lugar no era un buen escondite. Salió por una puerta secundaria que daba a la calle perpendicular. Allí se topó con un grupo de evangélicos que aguardaban frente a su iglesia la llegada del pastor que daría la misa de sanación de las siete. Aunque no profesara ninguna religión, por un momento el Mudito se sintió a salvo entre toda esa gente que portaba esas miradas extasiadas en esos rostros iluminados y que se sostenían con marcada pasión entrelazando sus manos. Encima, en el aire se suspendía el olor de garrapiñada recién tostada y eso le recordó que tenía hambre. Mucho hambre. Ya hacia varias horas que había venido al centro para buscarle algo a su amada. La extrañaba, y extrañaba el calor de su casa y ese rico estofado que le hacían. 

De pronto, una mirada penetrante lo despertó de su ensoñación. Era el Alemán que avanzaba abriendo un camino entre la gente. El Mudito se desprendió de los creyentes y salió disparado. Cruzó la calle sin respetar el semáforo y volvió a la avenida. Pasó junto a unos obreros que taladraban la vereda y continuó con presteza porque su cazador ahora sí le pisaba los talones. Sorteó en zigzag una hilera de manteros que ofrecían un aquelarre de cosas: libros, corpiños, ajos, sombreros, palo santo, baterías, cardamomo, pimienta, fundas de celulares, anís y otras especias. El Alemán no fue tan ágil para sortear a los vendedores, se tropezó volcando varios productos que se desparramaron y provocaron una nube de pimentón mezclado con azafrán, canela y solo Dios sabe qué otra cosa más. El ataque de estornudos no se hizo esperar. Uno tras otro. Sucedían incontrolables y dejaban fuera de juego al Alemán. Los que estaban a su  alrededor lo miraban con compasión y le daban consejos:

“Tiene que apretarse la nariz”. “Hay que mirar al sol”. “Que deje de respirar”. “Que tome diez vasos de agua”. “No, eso es para el hipo”.

El Alemán miró al sol, dejó de respirar, se refregó la nariz, se sacudió, cumplió con casi todos los santos remedios, y dejó de estornudar. Mientras los manteros aplaudían el final feliz de la historia, se alejó sin poder creer que, una vez más, el Mudito se le había escapado. 

Caminó rumiando entre sus dientes la bronca e imaginando los lugares posibles donde ese ser insignificante podría esconderse. Prestó atención al canillita que ofrecía los últimos diarios de la tarde, a un maniquí desnudo sentado en una vidriera, a la moto que casi vuelca en el cruce de avenidas, a la mano moviéndose de una mujer que se despedía, al sonido estridente del silbato de un policía. Miró con desprecio a unas chicas excitadas y ruidosas que hacían cola en la puerta de un teatro para ver a su pop star favorita. El Alemán siempre tuvo mala fama, era peligroso y despreciaba a cualquiera que no estuviera a su altura. Formaba parte de una familia que siempre se creyó eso de la raza superior. Los acordes de una musiquita circense llamaron su atención y así descubrió la entrada de un cine, uno de esos que tienen varias salas. En una de ellas daban la retrospectiva de Sidney Lumet, y ese día se podían ver Tarde de Perros y Serpico. Al Alemán le gustaba Al Pacino, era su actor preferido. En las otras salas daban una romántica italiana y la última de Woody Allen. A él no le gustaba ese tipo, le habían contado que se hacía el gracioso y que era demasiado judío. Sin ser visto, se escabulló por una puerta entreabierta, subió unas escaleras y se metió en una de las salas. En la pantalla gigante, Frank Serpico zamarreaba a un narcotraficante. El Alemán se quedó un momento mirando a su actor favorito hasta que un ruido lo alertó. Caminó por el pasillo de la platea hasta que descubrió, escondido entre las butacas y comiendo pochoclos de una canasta, al Mudito. Este pegó un salto y se escapó tropezándose con los pocos espectadores que había. El Alemán lo siguió corriendo por la hilera de butacas. Llegaron al pasillo y volvieron a correr entre otras butacas. Estuvieron así un rato, pasando de una hilera a la otra, hasta que un acomodador los iluminó con su linterna:

– ¡Esto no es para andar jugando! ¡Voy a llamar a la policía!

El Mudito se lanzó contra la puerta vaivén y salió al foyer. El Alemán lo imitó y corrió detrás de él.

Ya hacía mucho tiempo que sucedía esta pelea. El Alemán se la tenía jurada. Nunca se bancó que ese sujeto deplorable le hubiera arrebatado a la hembra de sus sueños en aquella noche de luna grande.

Como un kamikaze, el Mudito se lanzó a la avenida y la atravesó entre los automóviles que frenaban sobre él. Siguió derecho y se zambulló en una librería. Apenas entró, se chocó con una pelirroja que leía en voz baja El Extranjero de Camus: 

– Creo que dormí poco porque me desperté con las estrellas en mi rostro. Los ruidos del campo subían hasta mí. Olores a noche, a tierra y a sal me refrescaba las sienes.

La mujer miró con compasión al Mudito que se incorporó y le sonrió pidiéndole perdón. Enseguida salió corriendo, justo antes que el Alemán saltara sobre él. Atravesaron las góndolas repletas de libros y por fin se trenzaron sobre los policiales usados. La señora Agatha Christie se llevó la mano a la boca para contener un grito, y hasta Hammett y Chandler se estremecieron ante la violencia de estas bestias entrelazadas. El único que disfrutó del espectáculo boxístico fue Bukowski que lanzó una gran carcajada. Cuando acabaron de descuartizar un ejemplar de una novela de Capote, el Mudito pudo zafarse una vez más y salió del lugar. Un repartidor de comidas rápidas tuvo que levantar su bicicleta en una rueda para no llevárselo por delante. 

El Mudito volvió a recorrer la avenida. De pronto, en sentido contrario vio a dos policías que se le acercaban agitando sus porras. Entonces, recordando aquellas persecuciones que sucedían en las series que miraba echado en el sofá de la casa, se metió en la primera puerta que encontró abierta: La heladería. Arremetió hacia adentro, cruzándose con un horrible Pato Donald de yeso que se reía sobre el mostrador, y llevándose por delante a los clientes que saltaban con pánico. Él supo enseguida que se había metido en un callejón sin salida. Dio vuelta sobre sus pasos y antes de salir se demoró al descubrir a un niño comiendo un helado. Glotón como pocos, el Mudito alcanzó a robarle una lamida al helado que el pequeño hombre disfrutaba en un cucurucho. Banana split y chocolate. ¡Qué asco! Amaba el chocolate, pero la banana le retorcía el estómago. Vomitó el helado y enfiló hacia la salida justo en el momento en que su implacable perseguidor y los dos policías llegaban y bloqueaban la puerta.

– Pobre, está muy asustado… – le explicó entre lágrimas una niña a su madre cómo se sentía el Mudito.

– ¡Agárrenlo! – exclamó el heladero–. Tiene que pagar todo lo que rompió.

El Mudito miró de reojo al dueño del lugar, luego clavó su mirada en el Alemán y los policías. Respiró algo abatido, ya eran demasiadas desventuras para una tarde sin amor. 

¿Cómo me metí en todo esto? Yo solo quería estar con ella…

Entonces, sonó el estampido. Los clientes se tiraron al suelo y apretaron con fuerza sus orejas. Los policías miraron sin saber lo que ocurría. Las viejas molduras del cielorraso, pintadas de verde, rojo y amarillo, se desprendieron y cayeron sobre el mostrador partiéndose en pedacitos multicolores. El Mudito y el Alemán apenas pestañearon y mantuvieron las miradas fijas.El heladero cargó una vez más la escopeta Winchester calibre 20. Y en el instante previo a que se desatara la masacre, la mujer del heladero le partió sobre su cabeza calva el Pato Donald de yeso. El heladero cayó derribado sobre el balde de Banana split. El Mudito observó todo el desenlace que sucedía en cámara lenta y aprovechó a escaparse empujando al Alemán y a los policías.

Corrió por la avenida hacia el bajo. Fue sorteando a la gente que abría sus paraguas porque de pronto llovía. Boqueaba, le faltaba el aire, pero no se detuvo. Ni siquiera miró hacia atrás. Ya sabía que el Alemán no se había arrepentido y que aún lo perseguía.

Si llego al subte no me va a encontrar. Apretaba el paso pero el corazón le retumbaba en el pecho. Ya no soy tan joven… ¿Cuánto hace que estoy escapando?

Recordó a su compañera. Recordó su lengua y sus besos. Y sonrió. Entonces, harto de su destino, frenó de golpe. Dio media vuelta y enfrentó a su contrincante que llegaba desencajado de odio y con ansias de matar.

Se trenzaron. Se revolcaron. Se dijeron de todo. 

El Alemán logró doblegarlo y lo trabó contra el piso. Y cuando estaba a punto de matarlo, el Mudito vio la oportunidad: abrió la boca y, con toda el alma, le clavó los dientes. 

– ¡Me mordiste! – dijo el Alemán, sorprendido por esa jugarreta sucia–. Sos un marica. ¡Te voy a matar, mestizo de mierda!

Y sí, el Mudito era un mestizo. ¡Y a mucha honra! 

Su árbol genealógico era un ejemplo de diversidad. Labradores retriever, Terriers, Collies y, por supuesto, una extensa gama de mestizos. Hasta dicen que su bisabuela era una perra pila, esos que no tiene pelo. Sin dudas entre todos y todas la habían pasado muy bien. En cambio la familia del Alemán siempre fue de pura sangre, él era un puro Rottweiler.

El Mudito ya había perdido las cuerdas vocales en una pelea. Por eso no ladró cuando el Alemán le desgarraba el cuello.

Se le derrumabaron los párpados. Entonces olió a su amada. Se enroscó en su cuerpo de hembra. Se revolcaron juntos. Se dejaron caer por el pasto húmedo. Se chuparon la cara. Los ojos. Las orejas. Se chuparon las lenguas. 

Y después, el Mudito se durmió.

Marcelo Rembado

MR